Siempre quise salir de esta tierra llamada Extremadura.
Esperaba con ansias la hora de ir a la universidad y comenzar una nueva vida en
otra comunidad autónoma. No me gustaba el hecho de estar en una ciudad en la
que iba a coincidir a menudo con la misma gente a la que llevaba viendo
dieciocho años; también pensaba que localidades como Badajoz, Mérida o Cáceres
no tenían encanto y que salir fuera me enriquecería mucho a nivel personal y
académico.
Por todo ello, decidí estudiar en Salamanca, la ciudad
universitaria de España. Pero, sin duda, lo más duro sería alejarme de mi
familia y amigos. Sin embargo, sabía que sería una experiencia inolvidable y
que allí podría ser yo, sin tener que ocultar mis gustos y mi verdadera forma
de ser.
En septiembre de 2013 hice las maletas y puse rumbo a la
capital del Tormes. Estaba muy nervioso y triste porque ya no vería tan a menudo
a mi familia, pero sabía que allí sería muy feliz y, lo más importante, me
formaría en aquello que más me gustaba.
Si hay un verbo que define a la perfección mi primer año en
Salamanca, ese es “redescubrir”; me redescubrí a mí mismo. Perdí el miedo a ser
yo. Pasé por situaciones de extrema felicidad, pero también de tristeza. Sin
embargo, son estas últimas las que te hacen más fuerte y gracias a las cuales
descubres que en la vida no todo es un camino de rosas.
Hace unos días, como cada mes, regresé a casa. Tras una
semana aquí, puedo afirmar que echaba de menos mi tierra y, por supuesto, su
calidez. Echaba de menos a mi familia, el clima, el olor a campo y, por
supuesto, la afectuosidad pacense.
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